
VUELVEN LAS BANDERAS.
Este artículo forma parte de nuestra revista Nro 37 recién editada.
Seguimos
Confieso que no soy un buen patriota. No, desde ahora. Ya hace mucho tiempo que no me exacerban los desfiles de banderas, sean del color que sean. No me siento orgulloso de haber nacido en ningún lugar porque es un hecho totalmente accidental. Creo que nadie hace méritos para nacer en España, Afganistán o la Cochinchina.
Lo que sí me avergüenza es estar gobernado por una banda de delincuentes y que a pesar de las pruebas indiciarias que acusan al líder y a los principales miembros de ese partido, la mitad de los habitantes de esta patria tan amada, sigan eligiéndolos para que administren la cosa pública.
Me da mucha pena también que nos hayamos acostumbrado al olor de esta hoya podrida que es mi país desde un tiempo a esta parte. Que ya no nos escandalicen cosas tan graves como que un presidente del gobierno aparezca en los papeles del ex tesorero de su partido como receptor de dinero negro. Que, a pesar de que el PP sea un partido con cientos de cargos embarrados en el lodo de la corrupción, aún sea la opción preferida de mis compatriotas.
Me desmoraliza comprobar que la opinión pública esté dirigida por mamarrachos que se pretenden a sí mismo periodistas pero lo único que hacen es expandir las mentiras que les dictan los poderes, o sea, informan al dictado de la voz de su amo.
Me repele ver a viejos compañeros, militantes en otros tiempos de una izquierda honesta, enarbolar las viejas banderas que antaño repudiaban. Y es que cuando se atizan los sentimientos, la razón se obnubila y son muchos los que se dejan llevar al compás de los himnos y las marchas militares.
Me indigna contemplar una justicia que funciona a dos tiempos. Una justicia que acude rauda y veloz cuando se trata de encarcelar a tuiteros, saltimbanquis o humoristas varios; pero que avanza lenta como un caracol cuando hay que perseguir a los grandes ladrones de guante blanco y bañador con transparencias, usuarios de yates amasados a fuerza de desangrar el erario público.
Me siento conmocionado al contemplar en las pantallas la jeta granítica de esos personajes que al ser sorprendidos con las manos en el botín, siempre se justifican con la manida frase de que “esto no es lo que parece”. Y aún más me repugna escuchar a sus sicarios, sacristanes de la prensa que todos los días nos hacen comulgar con ruedas de molino.
También me siento ruborizado ante el espectáculo de los nacionalistas de nuevo cuño que llevan toda la vida manipulando a las masas ilusas y agitando otras banderas con el fin de sacar más rédito para sus avarientos bolsillos. Aunque para eso nos tengan que poner al borde de un enfrentamiento civil.
Pero, con todo, me siento más patriota que aquellos que lucen insignias y símbolos en puños, puñetas y relojes de a mil euros la libra. Mucho más que aquellos rufianes que simulan viajes de placer para defecar en Malta, Andorra o cualquier otro paraíso fiscal, los botines birlados a sus compatriotas. Mucho más que aquellos politicastros, agitadores del populacho, que siempre miran para sus propios intereses y los de sus amigos, aunque quieran simular que lo hacen por el interés público.
Y, como decía aquel, por favor no disparen al equidistante. No me siento para nada equidistante, aunque sí aterrorizado por lo que está sucediendo en España desde un tiempo a esta parte. Por muchas banderas, fascios y símbolos fatuos de la identidad patriótica, que volteen los agitadores de siempre, no se podrán ocultar los ríos de mierda que, de norte a sur, y de este a oeste, corren por España. Y, mucho menos, disimular el hedor que nos invade. Como decía Unamuno: “me duele España”, pero más me duele la sinrazón y la ignorancia que nos gobiernan.